Hoy es tu cumpleaños y no estás una vez más. Ausencias que, año tras año, llevo con un dolor infinito. Y a ese dolor, se juntan los dolores de otras ausencias tan pertinaces como la tuya. ¿Cuántos años hubieses cumplido hoy?. Soy incapaz de echar la cuenta y además, da lo mismo. No me importan tus años, sino tu ausencia. Y me importa el dolor que me causa este duelo que no acaba nunca. Hasta ahora, no he sido capaz de superarlo, de pasar por encima y de hacer como si no me acompañase día tras día y como si tampoco en estas fechas me retorciese en una tortura inacabable.
Recibí un sms diciendo que de esa noche no pasabas. Llegué a casa después de un precipitado viaje en avión, pero no me dejaron ir a despedirte. Tenía preparado otro cometido: acompañar a nuestra madre, que, pobre anciana, sí quería pero tampoco le dejaron ir a decirte adiós. Así que allí estuvimos las dos solas, sentadas, esperando el desenlace. Me contaron que solo te dejaste ir después de que tu hijo Adrián llegó a despedirse. Una llamada telefónica a mi móvil confirmó tu marcha. Y una charla de más de dos horas con mamá, en unas reflexiones de psicología de andar por casa, le convencieron de que no debía sentirse mal porque había tenido la inmensa suerte de estar con él, reírse con él, pelearse con él, refunfuñar de él, pedirle ayuda para muchas cosas, dejarle encharcar el jardín de nuestra casa con sus riegos y tenerlo a la vuelta de casa, hasta poco antes de su marcha. Y eso reconfortó a aquella madre tan anciana que, mientras yo me desgarraba por dentro debido al dolor y al esfuerzo de hablarle y razonarle, solas las dos, durante horas, me decía: «Es curioso, pero siento una extraña paz y serenidad».
Me enteré de que te ibas a ir en poco tiempo durante un viaje a Polonia. Aquel día, estábamos rodando a la virgen negra de Czestochowa (o Chestojova), el santuario y los peregrinos. Estalló una tormenta y me puse malísima, todo a un tiempo. Me empapé en lluvia polaca que moja más, mientras buscaba un baño por aquel lugar fuera del santuario. El equipo de televisión, polacos todos ellos, se refugiaron en el monovolumen que llevábamos. Y sonó mi móvil. Era Patricia, desde Berlín la que me dió la noticia que me dejó sin habla. Solo dos palabras retumbaban en mi cabeza con más fuerza que los truenos: cáncer, muy grave. El equipo, muy respetuoso, salió a la lluvia mientras yo lloraba a moco tendido en el coche. Te llamé desde allí. ¡Cómo estarías, querido hermano, que, cuando te dije «aquí estoy donde esa virgen tan milagrera que le gusta tanto al Papa polaco ese, si quieres que le deje algún recado…», no me mandasta a la mierda que hubiera sido lo tuyo dado tu carácter y lo que opinabas sobre la religión, los curas, los santuarios y todas esas parafernalias!. No me mandaste a la mierda, no. Me dijiste «pues mira, por probar no se pierde nada». Yo no soy creyente y los que me acompañaban, tampoco, pero al día siguiente, a las cinco de la madrugada estábamos todo el equipo en pié para subir al santuario y dejarle en un escrito que no te fueras, que eras muy joven, que no habías sido feliz, que necesitabas más tiempo. Hago bien en no creer, porque todo aquello no sirvió, obviamente, de nada.
Durante los seis meses que estuviste aquí, iba a verte y no podía verte. Tenías una buena guardiana que se erigió en intermediaria entré los demás y tú. O a lo mejor tú se lo pediste, no lo sé. Recuerdo que me olisqueba y decía: «hueles a perfume, no aguanta los perfumes, no vas». O «hueles a suavizante, ese olor le molesta, no vas». Y yo, a sabiendas de que siempre habías tenido, entre muchas otras, manía a las colonias y perfumes, me volvía llorando a Madrid. Lloraba por no verte, lloraba porque me duelen los que separan en vez de unir y lloraba porque mi ropa, desde la interior a la de fuera, la había lavado cuidadosamente en lavadora y sin suavizante. Solo por verte. La última vez que lo conseguí, ocurrió algo mágico: nos juntamos toda la familia en tu casa, hablamos y encargamos unas pizzas, tu comida favorita. Nadie se atrevió a no dejar pasar a los demás. Te ví feliz, ahogándote de vez en cuando, parando para intentar respirar, pero contento con tu familia y unas buenas pizzas.
Hoy es tu cumpleaños. De tí ya no quedan ni las cenizas que se echaron al mar. Pero sí los recuerdos y este dolor que no desparece porque te fuiste cuando no tocaba, mucho años antes de la que debería haber sido tu fecha de partida. Después de mí, que soy mayor que tú, compañero Géminis. ¿Quien de nosotros dos era Cástor y quién Polux cuando buscábamos constelaciones que no encontrábamos en el cielo de las afueras de Madrid?. Han pasado los años y te sigo echando de menos. Siempre te querré hermano.
Comentarios
Una respuesta a «PARA EMILIO»
Dices que se fue cuando no tocaba. Y es verdad. Te dejó, mi Camino, esa añoranza que te aflora y esa rebeldía ante un hecho que ninguno podemos controlar. A nuestros muertos queridos, los echaremos siempre en falta, incluso hasta para discutir. Alguna vez hemos hablado de ello y te conté que compré un bolso a mi madre al mes de marcharse para siempre.Y di explicaciones a la dependienta: «No, no…éste con cremallera que Maruja lo prefiere así». Me percaté en la puerta del comercio de que nunca podría estrenarlo.
Le has escrito una carta importante, para él y para ti. Para él, porque esté donde esté, confirmará el amor que le tenías y tienes y para ti, porque empiezas a poder hablar de ello.
Me siento orgullosa de ser tu amiga. ¡Tanto tiempo admirando tu trabajo! y sin conocernos!. Por fin, algo bueno.